El
Tulipán Negro
Alejandro Dumas
El 20 de agosto de 1672, la ciudad de
La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días
son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes
árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus
canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpulas casi orientales; la
ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus
calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadeantes,
inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en
mano, hacia la Buytenhoff, formidable prisión de la que aún se conservan hoy
día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de asesinato formulada
contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del
ex gran pensionario de Holanda.
Si la historia de ese tiempo, y sobre
todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estuviera
ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las
pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero
anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre
el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en
las páginas siguientes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta
explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al
entendimiento del gran acontecimiento político en la cual se enmarca.
Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de
Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de
Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Estados de Holanda, tenía
cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal
como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un
amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de
Witt en las Provincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.
Si raro resulta que, en sus evoluciones
caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe,
así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los
hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto
nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licencia y de una
prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato
veía la frente inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al
que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para
la posteridad.
Los dos De Witt trataban con miramiento
a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y
del que acababan de sentir el ascendiente material sobre Holanda por el éxito
de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que
se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses
acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.
Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo
de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi
siempre, en verdad, por boca de los franceses refugiados en Holanda. El
orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra
los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia
seguida por un poder luchando contra el gusto de la nación, y de la fatiga
natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda
salvarlos de la ruina y de la vergüenza.
Ese otro jefe, dispuesto a aparecer,
dispuesto a medirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su
fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y
nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño
taciturno, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su sombra detrás del
estatuderato.
Ese joven tenía veintidós años en 1672.
Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de
este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había
llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había
quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta
pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin
consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror
que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y
de abolir el edicto perpetuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de
Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas
profundidades del porvenir.
El gran pensionario se inclinó ante la
voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más recalcitrante, y
a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su
casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.
Bajo las súplicas de su llorosa mujer,
firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi
coactus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»
Por un verdadero milagro, aquel día
escapó a los golpes de sus enemigos.
En cuanto a Jean de Witt, su adhesión,
más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más
provechosa. Pocos días después resultó víctima de una tentativa de asesinato.
Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.
No era aquello lo que necesitaban los
orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus
proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momento
dado, para coronar la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda
de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.
Resulta bastante raro que, en un
momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar
una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación
providencial, la Historia registra en el mismo instante el nombre de ese hombre
elegido, y lo recomienda a la posteridad.
Pero cuando el diablo se mezcla en los
asuntos humanos para arruinar una existencia o trastornar un Imperio, es muy
extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no
hay más que soplarle una palabra al oído para que se ponga seguidamente a la
tarea.
Ese miserable, que en esta
circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se
llamaba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.
Declaró que Corneille de Witt,
desesperado, como había demostrado, además, por su apostilla, de la derogación
del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había
encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que
ese asesino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los remordimientos ante
la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen
que cometerlo.
Pueden imaginarse la explosión que
se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procurador
fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart
de Pulten, el noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de la
Buytenhoff la tortura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más
viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.
Pero Corneille tenía no solamente un
gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran familia de
mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe
religiosa, sonríen en los tormentos, y, durante la tortura, recitó con voz
firme y espaciando los versos según su metro, la primera estrofa de Justum
et tenacem de Horacio, no confesó nada, y agotó no solamente la fuerza
sino también el fanatismo de sus verdugos.
No por ello los jueces exoneraron menos
a Tyckelaer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una
sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las
costas del juicio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la
república.
Ya era algo para la satisfacción del
pueblo, a los intereses del cual se había dedicado constantemente Corneille
de Witt, ese arresto realizado no solamente contra un inocente, sino también
contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.
Los atenienses, que han dejado una
hermosa reputación de ingratitud, cedían en este punto ante los holandeses.
Aquellos se contentaron con desterrar a Arístides.
Jean de Witt, a los primeros rumores‑de
la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su cargo de gran
pensionario. Así era dignamente recompensado por su devoción al país. Se
llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que
consiguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria
olvidándose de ellas mismas.
Durante este tiempo, Guillermo de
Orange esperaba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en
su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de
los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla
del estatuderato.
Ahora bien, el 29 de agosto de 1672,
como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la
Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo
para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de
ese hombre que conocía tan bien a Horacio.
Apresurémonos a añadir que toda aquella
multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta
inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus filas,
tenían que representar un papel, o más bien completar un trabajo que creían había
sido mal realizado.
Nos referimos al trabajo del verdugo.
Había otros, en verdad, que acudían con
intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo,
siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo
de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.
Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo,
se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo,
pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía,
más envidiosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciudadano de La Haya
debía tomar parte?
Y, además, se decían los agitadores
orangistas hábilmente mezclados en aquel gentío al que esperaban manejar como
un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la
Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro,
incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el
estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía
ha querido hacerlo asesinar?
Sin contar, añadían los feroces
enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes
en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt,
quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro
del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.
En semejantes disposiciones, como es de
prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los habitantes de
La Haya corrían tan de prisa hacia la Buytenhoff.
En medio de los que más se apresuraban,
lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado
Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor
nacional y de caridad cristiana.
Este valiente facineroso contaba,
embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación,
las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas
que le había prometido y la infernal maquinación preparada de antemano para
allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificultades del asesinato.
Y cada frase de su discurso, ávidamente
recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el
príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt.
El populacho se dedicaba a maldecir a
aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un
abominable criminal como era ese malvado Corneille.
Y algunos instigadores repetían en voz
baja:
‑¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!
A lo que otros respondían:
‑Un barco le espera en Schweningen, un
barco francés. Tyckelaer lo ha visto.
‑¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado
Tyckelaer! ‑gritaba la muchedumbre a coro.
‑Sin contar ‑decía una voz‑ conque
durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano,
se salvará también.
‑Y los dos bribones se comerán en
Francia nuestro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales,
de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.
‑¡Impidámosles partir! ‑gritaba la voz
de un patriota más avanzado que los otros.
‑¡A la prisión! ¡A la prisión! ‑repetía
el coro.
Y con estos gritos, los ciudadanos
corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos
brillaban.
Sin embargo, no se había cometido
todavía ninguna violencia, y la línea de jinetes que guardaba los accesos a
la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silenciosa, más amenazadora por su
flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus
amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya,
el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el
ángulo de su estribo.
Esta tropa, único escudo que defendía
la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas populares
desordenadas y ardientes, sino también al destacamento de la guardia burguesa
que, colocada enfrente a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con
la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:
‑¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!
La presencia de Tilly y de sus jinetes
era, ciertamente, un freno saludable para todos aquellos soldados burgueses;
mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían
que se puede tener valor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los
jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la
turba popular.
Pero entonces, el conde De Tilly avanzó
solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las
cejas.
‑¡Eh, señores de la guardia burguesa! ‑les
increpó‑. ¿Por qué camináis, y qué deseáis?
Los burgueses agitaron sus mosquetes
repitiendo:
‑¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!
‑¡Viva Orange, sea! ‑dijo el señor De
Tilly‑. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagradables. ¡Muerte a
los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad
tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matarlos
efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impediré ‑y volviéndose hacia
sus soldados, gritó‑: ¡Arriba las armas, soldados!
Los soldados de De Tilly obedecieron al
mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder inmediatamente a los
burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al
oficial de caballería.
‑¡Vaya, vaya!‑exclamó con ese tono
burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas‑. Tranquilizaos,
burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso
hacia la prisión.
‑¿Sabéis, señor oficial, que nosotros
tenemos mosquetes? ‑replicó furioso el comandante de los burgueses.
‑Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes
‑dijo De Tilly‑. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad
también por vuestra parte que nosotros tenemos pistolas, que la pistola
alcanza admirablemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a
veinticinco.
‑¡Muerte a los traidores! ‑gritó la
compañía de los burgueses exasperada.
‑¡Bah! Siempre decís lo mismo ‑gruñó el
oficial‑. ¡Resulta fatigante!
Y recuperó su puesto a la cabeza de la
tropa mientras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buytenhoff.
Y, sin embargo, el pueblo enardecido no
sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus
víctimas, la otra, como si tuviera prisa por adelantarse a su suerte, pasaba a
cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose
a la Buytenhoff.
En efecto, Jean de Witt acababa de
descender de la carroza con un criado y atravesaba tranquilamente a pie el
patio principal que precede a la prisión.
Llamó al portero, al que, además,
conocía, diciendo:
‑Buenos días, Gryphus, vengo a buscar a
mi hermano Corneille de Witt para llevármelo fuera de la ciudad, condenado,
como tú sabes, al destierro.
Y el portero, especie de oso
dedicado a abrir y cerrar la puerta de la prisión, lo había saludado y dejado
entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.
A diez pasos de allí, se había
encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de
frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho
pasándole la mano por la barbilla:
‑Buenos días, buena y hermosa Rosa,
¿cómo está mi hermano?
‑¡Oh,
Mynheer Jean! ‑había respondido la joven‑. No es
por el daño que le han causado por lo que temo por él: el mal que le han hecho
ya ha pasado.
‑¿Qué temes entonces, bella niña?
‑Temo el daño que le quieren causar Mynheer
Jean.
‑¡Ah, sí! ‑dijo De Witt‑. El pueblo,
¿verdad?
‑¿Lo oís?
‑Está, en efecto, muy alborotado;
pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más que bien, tal vez se calme.
‑Ésta no es, desgraciadamente, una
razón ‑murmuró la joven alejándose para obedecer una señal imperativa que le
había hecho su padre.
‑No, hija mía, no; lo que dices es
verdad ‑luego, continuando su camino, murmuró‑: He aquí una chiquilla que
probablemente no sabe leer y que por consiguiente no ha leído nada, y que
acaba de resumir la historia del mundo en una sola palabra.
Y, siempre tan tranquilo, pero más
melancólico que al entrar, el ex gran pensionario siguió caminando hacia la
celda de su hermano.
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