Verduzco

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miércoles, 16 de julio de 2014

El Tulipán Negro

















El Tulipán Negro
Alejandro Dumas










 

 

 

 


I


El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpu­las casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadean­tes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, for­midable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de ase­sinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pen­sionario de Holanda.
Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estu­viera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguien­tes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimien­to político en la cual se enmarca.
Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Esta­dos de Holanda, tenía cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de Witt en las Pro­vincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.
Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licen­cia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente incli­nada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.
Los dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente ma­terial sobre Holanda por el éxito de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.
Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi siempre, en verdad, por boca de los france­ses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia seguida por un poder luchando con­tra el gusto de la nación, y de la fatiga natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y de la vergüenza.
Ese otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a me­dirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño tacitur­no, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su som­bra detrás del estatuderato.
Ese joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto per­petuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas profundidades del porvenir.
El gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más re­calcitrante, y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.
Bajo las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi coactus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»
Por un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus enemigos.
En cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más provechosa. Pocos días después resultó víc­tima de una tentativa de asesinato. Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.
No era aquello lo que necesitaban los orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momento dado, para coronar la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.
Resulta bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación providencial, la Histo­ria registra en el mismo instante el nombre de ese hom­bre elegido, y lo recomienda a la posteridad.
Pero cuando el diablo se mezcla en los asuntos hu­manos para arruinar una existencia o trastornar un Im­perio, es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no hay más que so­plarle una palabra al oído para que se ponga seguida­mente a la tarea.
Ese miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se lla­maba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.
Declaró que Corneille de Witt, desesperado, como había demostrado, además, por su apostilla, de la dero­gación del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que ese ase­sino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los re­mordimientos ante la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen que cometerlo.
Pueden imaginarse la explosión que se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procu­rador fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart de Pulten, el noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de la Buytenhoff la tor­tura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.
Pero Corneille tenía no solamente un gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran fa­milia de mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe religiosa, sonríen en los tormen­tos, y, durante la tortura, recitó con voz firme y espa­ciando los versos según su metro, la primera estrofa de Justum et tenacem de Horacio, no confesó nada, y ago­tó no solamente la fuerza sino también el fanatismo de sus verdugos.
No por ello los jueces exoneraron menos a Tycke­laer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las costas del jui­cio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la república.
Ya era algo para la satisfacción del pueblo, a los in­tereses del cual se había dedicado constantemente Cor­neille de Witt, ese arresto realizado no solamente con­tra un inocente, sino también contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.
Los atenienses, que han dejado una hermosa reputa­ción de ingratitud, cedían en este punto ante los holan­deses. Aquellos se contentaron con desterrar a Arístides.
Jean de Witt, a los primeros rumores‑de la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su car­go de gran pensionario. Así era dignamente recompen­sado por su devoción al país. Se llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que con­siguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria olvidándose de ellas mismas.
Durante este tiempo, Guillermo de Orange espera­ba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla del estatuderato.
Ahora bien, el 29 de agosto de 1672, como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de ese hombre que conocía tan bien a Horacio.
Apresurémonos a añadir que toda aquella multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus filas, tenían que representar un papel, o más bien completar un trabajo que creían ha­bía sido mal realizado.
Nos referimos al trabajo del verdugo.
Había otros, en verdad, que acudían con intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo, siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.
Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo, se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo, pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía, más envi­diosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciuda­dano de La Haya debía tomar parte?
Y, además, se decían los agitadores orangistas hábil­mente mezclados en aquel gentío al que esperaban ma­nejar como un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro, incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía ha queri­do hacerlo asesinar?
Sin contar, añadían los feroces enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt, quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.
En semejantes disposiciones, como es de prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los ha­bitantes de La Haya corrían tan de prisa hacia la Buyten­hoff.
En medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor nacional y de caridad cris­tiana.
Este valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de an­temano para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificul­tades del asesinato.
Y cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt.
El populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.
Y algunos instigadores repetían en voz baja:
‑¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!
A lo que otros respondían:
‑Un barco le espera en Schweningen, un barco francés. Tyckelaer lo ha visto.
‑¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado Tyckelaer! ‑gri­taba la muchedumbre a coro.
‑Sin contar ‑decía una voz‑ conque durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano, se salvará también.
‑Y los dos bribones se comerán en Francia nues­tro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales, de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.
‑¡Impidámosles partir! ‑gritaba la voz de un pa­triota más avanzado que los otros.
‑¡A la prisión! ¡A la prisión! ‑repetía el coro.
Y con estos gritos, los ciudadanos corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos brillaban.
Sin embargo, no se había cometido todavía ningu­na violencia, y la línea de jinetes que guardaba los acce­sos a la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silencio­sa, más amenazadora por su flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya, el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el ángulo de su estribo.
Esta tropa, único escudo que defendía la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas po­pulares desordenadas y ardientes, sino también al des­tacamento de la guardia burguesa que, colocada enfrente a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:
‑¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!
La presencia de Tilly y de sus jinetes era, ciertamen­te, un freno saludable para todos aquellos soldados bur­gueses; mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían que se puede tener va­lor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la turba popular.
Pero entonces, el conde De Tilly avanzó solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las cejas.
‑¡Eh, señores de la guardia burguesa! ‑les incre­pó‑. ¿Por qué camináis, y qué deseáis?
Los burgueses agitaron sus mosquetes repitiendo:
‑¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!
‑¡Viva Orange, sea! ‑dijo el señor De Tilly‑. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagrada­bles. ¡Muerte a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matar­los efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impe­diré ‑y volviéndose hacia sus soldados, gritó‑: ¡Arri­ba las armas, soldados!
Los soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder in­mediatamente a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al oficial de ca­ballería.
‑¡Vaya, vaya!‑exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas‑. Tranquili­zaos, burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso hacia la prisión.
‑¿Sabéis, señor oficial, que nosotros tenemos mos­quetes? ‑replicó furioso el comandante de los burgueses.
‑Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes ‑dijo De Tilly‑. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad también por vuestra parte que no­sotros tenemos pistolas, que la pistola alcanza admira­blemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a veinticinco.
‑¡Muerte a los traidores! ‑gritó la compañía de los burgueses exasperada.
‑¡Bah! Siempre decís lo mismo ‑gruñó el ofi­cial‑. ¡Resulta fatigante!
Y recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mien­tras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buyten­hoff.
Y, sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por ade­lantarse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la Buytenhoff.
En efecto, Jean de Witt acababa de descender de la carroza con un criado y atravesaba tranquilamente a pie el patio principal que precede a la prisión.
Llamó al portero, al que, además, conocía, diciendo:
‑Buenos días, Gryphus, vengo a buscar a mi her­mano Corneille de Witt para llevármelo fuera de la ciu­dad, condenado, como tú sabes, al destierro.
Y el portero, especie de oso dedicado a abrir y ce­rrar la puerta de la prisión, lo había saludado y deja­do entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.
A diez pasos de allí, se había encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho pasándole la mano por la barbilla:
‑Buenos días, buena y hermosa Rosa, ¿cómo está mi hermano?
‑¡Oh, Mynheer Jean! ‑había respondido la jo­ven‑. No es por el daño que le han causado por lo que temo por él: el mal que le han hecho ya ha pasado.
‑¿Qué temes entonces, bella niña?
‑Temo el daño que le quieren causar Mynheer Jean.
‑¡Ah, sí! ‑dijo De Witt‑. El pueblo, ¿verdad?
‑¿Lo oís?
‑Está, en efecto, muy alborotado; pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más que bien, tal vez se calme.
‑Ésta no es, desgraciadamente, una razón ‑mur­muró la joven alejándose para obedecer una señal impe­rativa que le había hecho su padre.
‑No, hija mía, no; lo que dices es verdad ‑luego, continuando su camino, murmuró‑: He aquí una chi­quilla que probablemente no sabe leer y que por consi­guiente no ha leído nada, y que acaba de resumir la his­toria del mundo en una sola palabra.
Y, siempre tan tranquilo, pero más melancólico que al entrar, el ex gran pensionario siguió caminando hacia la celda de su hermano.

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