Verduzco

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jueves, 17 de julio de 2014

El Tulipán Negro (2)


Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la esca­lera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por ale­jar la tropa de De Tilly que les molestaba.
Lo cual, visto por el pueblo, que apreciaba las bue­nas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:
‑¡Vivan los burgueses!
En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como fir­me, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de sol­dados la plaza de la prisión y sus alrededores.
‑¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? ‑gritaban los orangistas.
‑¡Ah! ‑respondió el señor De Tilly‑. Me pre­guntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.
‑¡Pero os han dado esta orden para que los traido­res puedan salir de la ciudad!
‑Podría ser, ya que los traidores han sido conde­nados al destierro ‑respondió De Tilly.
‑Pero ¿quién ha dado esta orden?
‑¡Los Estados, pardiez!
‑Los Estados nos traicionan.
‑En cuanto a eso, yo no sé nada.
‑Y vos mismo nos traicionáis.
‑¿Yo?
‑Sí, vos.
‑¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicio­narlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.
Y en esto, como el conde tenía tanta razón que re­sultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación po­sible.
‑Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscien­tos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vues­tras intenciones ni en las mías.
‑Si tal hicierais ‑gritaron los burgueses‑, a nues­tra vez abriríamos fuego sobre vosotros.
‑Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.
‑Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.
‑En primer lugar, yo no soy un ciudadano ‑dijo De Tilly‑, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.
‑¡Sí, sí! ‑gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más‑. ¡Vamos al Ayun­tamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! Vamos, vamos!
‑Eso es ‑murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos‑. Id a buscar una cobardía al Ayuntamien­to y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.
El digno oficial contaba con el honor de los magis­trados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.
‑Estará bien, capitán ‑dijo al oído del conde su primer teniente‑, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.
Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversa­ción con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había lle­gado a la puerta de la celda donde yacía sobre un col­chón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.
La sentencia del destierro había hecho inútil la apli­cación de la tortura extraordinaria.
Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, ha­bían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.
Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decep­cionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entre­visto los maravillosos esplendores del Cielo.
El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en pri­sión las formalidades de la justicia.
Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.
Mas, por amenazante que fuera ese rumor, Cornei­lle despreció informarse ni se tomó el trabajo de levan­tarse para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los murmullos de fuera.
Estaba tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de los estorbos corpo­rales, que le parecía ya que esta alma y esta razón esca­padas a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.
Pensaba también en su hermano.
Probablemente, era que su proximidad, por los mis­terios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se hacía sentir también. En el mismo momen­to en que Jean se hallaba tan presente en el pensamien­to de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobre­pasar, no por los servicios prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.
Jean besó tiernamente a su hermano en la frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos en­fermas.
‑Corneille, mi pobre hermano ‑dijo‑, sufrís mucho, ¿verdad?
‑No sufro ya, hermano mío, porque os veo.
‑¡Oh, mi pobre, querido Corneille! Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo ase­guro.
‑Por eso he pensado más en vos que en mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a buscarme, ¿verdad?
‑Sí.
‑Estoy curado; ayudadme a levantar, hermano mío, y veréis cómo camino bien.
‑No tendréis que caminar mucho tiempo, herma­no mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De Tilly.
‑¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué están en el vivero?
‑¡Ah! Es que se supone ‑dijo el ex gran pensio­nario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era ha­bitual‑ que las gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.
‑¿Un tumulto? ‑repitió Corneille clavando su mirada en su turbado hermano‑. ¿Un tumulto?
‑Sí, Corneille.
‑Entonces, esto es lo que oía hace un momento ‑dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Lue­go, volviéndose hacia su hermano‑: Hay mucha gen­te en la Buytenhoff, ¿no es verdad? ‑pregunté.
‑Sí, hermano mío.
‑Pero entonces, para venir aquí...
‑¿Y bien?
‑¿Cómo os han dejado pasar?
‑Sabéis bien que no somos muy queridos, Cornei­lle ‑explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura‑. He venido por las calles apartadas.
‑¿Os habéis ocultado, Jean?
‑Tenía el deseo de llegar hasta vos sin pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se tiene el viento de cara: he bordeado.
En ese momento, el ruido ascendió más furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Corneille‑. Sois realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del Escalda.
‑Con la ayuda de Dios, Corneille, trataremos de hacerlo, por lo menos ‑respondió Jean‑. Mas, prime­ro, una palabra.
‑Decid.
Los clamores ascendieron de nuevo.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑continuó Corneille‑. ¡Qué encole­rizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?
‑Creo que es contra los dos, Corneille. Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangistas nos repro­chan en medio de sus burdas calumnias, es el haber ne­gociado con Francia.
‑Sí, nos lo reprochan.
‑¡Los necios!
‑Pero si esas negociaciones hubieran tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.
‑Todo eso es verdad, hermano mío, pero lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera, no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su for­tuna fuera de Holanda. Esta correspondencia, que pro­baría a esas honradas gentes cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su liber­tad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nues­tros vencedores. Así pues, querido Corneille, me gusta­ría saber que la habéis quemado antes de abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.
‑Hermano mío ‑respondió Corneille‑, vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de las siete Pro­vincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.
‑Entonces estamos perdidos para esta vida terrenal ‑comentó tranquilamente el ex gran pensionario acer­cándose a la ventana.
‑No, muy al contrario, Jean, y obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popu­laridad.
‑¿Qué habéis hecho, pues, con esas cartas?
‑Se las he confiado a Cornelius van Baerle, mi ahi­jado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.
‑¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido a inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le habéis encomenda­do ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cor­nelius, está perdido, hermano mío!
‑¿Perdido?
‑Sí, porque o será fuerte o será débil. Si es fuerte, porque por inaudito que sea lo que nos suceda; porque, aunque sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día a otro sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil, tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es débil, se lo dejará coger. En uno a otro caso, Corneille, está perdido y nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos de prisa, si todavía estamos a tiempo.
Corneille se incorporó de su lecho y, cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.
‑¿Acaso no conozco a mi ahijado? ‑dijo‑. ¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la ca­beza de Van Baerle, cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.
Jean se volvió sorprendido.
‑¡Oh! ‑continuó Corneille con su dulce sonrisa‑. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la natu­raleza y el valor del depósito que le he confiado.
‑¡De prisa, entonces! ‑exclamó Jean‑. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.
‑¿Con quién le damos esa orden?
‑Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.
‑Reflexionad antes de quemar esos títulos glorio­sos, Jean.
‑Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos de­fenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?
‑¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?
Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momen­to explosiones de clamores feroces.
‑Sí, sí ‑dijo Corneille‑, ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?
Jean abrió la ventana.
‑¡Muerte a los traidores! ‑aullaba el populacho.
‑¿Oís ahora, Corneille?
‑¡Y los traidores, somos nosotros! ‑exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.
‑Somos nosotros ‑repitió Jean de Witt.
‑¿Dónde está Craeke?
‑Al otro lado de esta puerta, imagino.
‑Hacedle entrar, entonces.
Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.
‑Venid, Craeke, y retened bien lo que mi herma­no va a deciros.
‑Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.
‑¿Y por qué?
‑Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.
‑Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? ‑preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres ma­nos quemadas y martirizadas.
‑¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!‑dijo Corneille.
‑Aquí hay un lápiz, por lo menos.
‑¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.
‑Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.
‑Bien.
‑Pero vuestra escritura ¿será legible?
‑¡Adelante! ‑dijo Corneille mirando a su hermano‑. Estos dedos que han resistido las mechas del ver­dugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, herma­no mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.
Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.
Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas ven­das unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas.
El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.
Corneille escribió:

20 de agosto de 1672
Querido ahijado:
Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene ma­tan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós, y quiéreme.
CORNEILLE DE WITT.

Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la en­tregó a Craeke con una última recomendación y se vol­vió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.
‑Ahora ‑explicó‑, cuando ese valiente Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero... Entonces, partiremos a nuestra vez.
No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.
Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

‑Y ahora ‑dijo‑ partamos, Corneille.

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