Como había dicho la bella Rosa en una
duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de
piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían
cuanto podían por alejar la tropa de De Tilly que les molestaba.
Lo cual, visto por el pueblo, que
apreciaba las buenas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:
‑¡Vivan los burgueses!
En cuanto al señor De Tilly, tan
prudente como firme, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las
pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible
que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de
soldados la plaza de la prisión y sus alrededores.
‑¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar
la prisión? ‑gritaban los orangistas.
‑¡Ah! ‑respondió el señor De Tilly‑. Me
preguntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo.
Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se
discute.
‑¡Pero os han dado esta orden para que
los traidores puedan salir de la ciudad!
‑Podría ser, ya que los traidores han
sido condenados al destierro ‑respondió De Tilly.
‑Pero ¿quién ha dado esta orden?
‑¡Los Estados, pardiez!
‑Los Estados nos traicionan.
‑En cuanto a eso, yo no sé nada.
‑Y vos mismo nos traicionáis.
‑¿Yo?
‑Sí, vos.
‑¡Ah, ya! Entendámonos, señores
burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicionarlos,
ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.
Y en esto, como el conde tenía tanta
razón que resultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y
amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda
la educación posible.
‑Pero, señores burgueses, por favor,
desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere
a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo que
lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras
intenciones ni en las mías.
‑Si tal hicierais ‑gritaron los
burgueses‑, a nuestra vez abriríamos fuego sobre vosotros.
‑Sí, pero aunque al hacer fuego sobre
nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes
nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.
‑Cedednos, pues, la plaza, y
ejecutaréis un acto de buen ciudadano.
‑En primer lugar, yo no soy un
ciudadano ‑dijo De Tilly‑, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además,
no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco,
pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la
orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me
aburro enormemente aquí.
‑¡Sí, sí! ‑gritaron cien voces que se
multiplicaron al instante por quinientas más‑. ¡Vamos al Ayuntamiento! ¡Vamos
a buscar a los diputados! Vamos, vamos!
‑Eso es ‑murmuró De Tilly mirando
alejarse a los más furiosos‑. Id a buscar una cobardía al Ayuntamiento y
veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.
El digno oficial contaba con el honor
de los magistrados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.
‑Estará bien, capitán ‑dijo al oído del
conde su primer teniente‑, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que
les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún
mal, creo yo.
Mientras tanto, Jean de Witt, al que
hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversación con el
carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda donde
yacía sobre un colchón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho
aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.
La sentencia del destierro había hecho
inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.
Corneille, echado sobre su lecho, con
las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un
crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días
de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, habían
tenido a bien no condenarlo más que al destierro.
Cuerpo enérgico, alma invencible,
hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las
profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su
pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de
haber entrevisto los maravillosos esplendores del Cielo.
El Ruart había recuperado todas sus
fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y
calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de
la justicia.
Precisamente en aquel momento los
clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra
los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo.
Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las
murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.
Mas, por amenazante que fuera ese
rumor, Corneille despreció informarse ni se tomó el trabajo de levantarse
para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los
murmullos de fuera.
Estaba tan embotado por la continuidad
de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente,
sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de
los estorbos corporales, que le parecía ya que esta alma y esta razón escapadas
a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar
casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.
Pensaba también en su hermano.
Probablemente, era que su proximidad,
por los misterios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se
hacía sentir también. En el mismo momento en que Jean se hallaba tan presente
en el pensamiento de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se
abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el
cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel
glorioso hermano al que había conseguido sobrepasar, no por los servicios
prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.
Jean besó tiernamente a su hermano en la
frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos enfermas.
‑Corneille, mi pobre hermano ‑dijo‑,
sufrís mucho, ¿verdad?
‑No sufro ya, hermano mío, porque os
veo.
‑¡Oh, mi pobre, querido Corneille!
Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo aseguro.
‑Por eso he pensado más en vos que en
mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para
decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a
buscarme, ¿verdad?
‑Sí.
‑Estoy curado; ayudadme a levantar,
hermano mío, y veréis cómo camino bien.
‑No tendréis que caminar mucho tiempo,
hermano mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De
Tilly.
‑¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué
están en el vivero?
‑¡Ah! Es que se supone ‑dijo el ex gran
pensionario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era habitual‑ que las
gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.
‑¿Un tumulto? ‑repitió Corneille
clavando su mirada en su turbado hermano‑. ¿Un tumulto?
‑Sí, Corneille.
‑Entonces, esto es lo que oía hace un
momento ‑dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Luego, volviéndose
hacia su hermano‑: Hay mucha gente en la Buytenhoff, ¿no es verdad? ‑pregunté.
‑Sí, hermano mío.
‑Pero entonces, para venir aquí...
‑¿Y bien?
‑¿Cómo os han dejado pasar?
‑Sabéis bien que no somos muy queridos,
Corneille ‑explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura‑. He venido
por las calles apartadas.
‑¿Os habéis ocultado, Jean?
‑Tenía el deseo de llegar hasta vos sin
pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se
tiene el viento de cara: he bordeado.
En ese momento, el ruido ascendió más
furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Corneille‑. Sois
realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la
Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente
como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del
Escalda.
‑Con la ayuda de Dios, Corneille,
trataremos de hacerlo, por lo menos ‑respondió Jean‑. Mas, primero, una
palabra.
‑Decid.
Los clamores ascendieron de nuevo.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑continuó Corneille‑. ¡Qué
encolerizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?
‑Creo que es contra los dos, Corneille.
Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangistas nos reprochan en medio
de sus burdas calumnias, es el haber negociado con Francia.
‑Sí, nos lo reprochan.
‑¡Los necios!
‑Pero si esas negociaciones hubieran
tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de
Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse
todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.
‑Todo eso es verdad, hermano mío, pero
lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento
nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera,
no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su fortuna
fuera de Holanda. Esta correspondencia, que probaría a esas honradas gentes
cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su
libertad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nuestros
vencedores. Así pues, querido Corneille, me gustaría saber que la habéis
quemado antes de abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.
‑Hermano mío ‑respondió Corneille‑,
vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en
los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de
las siete Provincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra
gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.
‑Entonces estamos perdidos para esta
vida terrenal ‑comentó tranquilamente el ex gran pensionario acercándose a la
ventana.
‑No, muy al contrario, Jean, y
obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popularidad.
‑¿Qué habéis hecho, pues, con esas
cartas?
‑Se las he confiado a Cornelius van
Baerle, mi ahijado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.
‑¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido a
inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más
que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le
habéis encomendado ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cornelius,
está perdido, hermano mío!
‑¿Perdido?
‑Sí, porque o será fuerte o será débil.
Si es fuerte, porque por inaudito que sea lo que nos suceda; porque, aunque
sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día a otro
sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil,
tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es
débil, se lo dejará coger. En uno a otro caso, Corneille, está perdido y
nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos de prisa, si todavía estamos a
tiempo.
Corneille se incorporó de su lecho y,
cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.
‑¿Acaso no conozco a mi ahijado? ‑dijo‑.
¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la cabeza de Van Baerle,
cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni
lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará
el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.
Jean se volvió sorprendido.
‑¡Oh! ‑continuó Corneille con su dulce
sonrisa‑. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os
repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del depósito
que le he confiado.
‑¡De prisa, entonces! ‑exclamó Jean‑.
Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.
‑¿Con quién le damos esa orden?
‑Con mi criado Craeke, que debía
acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a
descender la escalera.
‑Reflexionad antes de quemar esos
títulos gloriosos, Jean.
‑Pienso que antes que nada, mi valiente
Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su
renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién nos
comprenderá tan solo?
‑¿Creéis, pues, que nos matarían si
encontraran esos papeles?
Jean, sin contestar a su hermano,
extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momento explosiones
de clamores feroces.
‑Sí, sí ‑dijo Corneille‑, ya oigo esos
clamores; pero ¿qué dicen?
Jean abrió la ventana.
‑¡Muerte a los traidores! ‑aullaba el
populacho.
‑¿Oís ahora, Corneille?
‑¡Y los traidores, somos nosotros! ‑exclamó
el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.
‑Somos nosotros ‑repitió Jean de Witt.
‑¿Dónde está Craeke?
‑Al otro lado de esta puerta, imagino.
‑Hacedle entrar, entonces.
Jean abrió la puerta; el fiel servidor
esperaba, en efecto, ante el umbral.
‑Venid, Craeke, y retened bien lo que
mi hermano va a deciros.
‑Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es
preciso que lo escriba, desgraciadamente.
‑¿Y por qué?
‑Porque Van Baerle no entregará ese
depósito ni lo quemará sin una orden precisa.
‑Pero ¿podéis escribir, mi querido
hermano? ‑preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y
martirizadas.
‑¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya
veríais!‑dijo Corneille.
‑Aquí hay un lápiz, por lo menos.
‑¿Tenéis papel? Porque aquí no me han
dejado nada.
‑Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.
‑Bien.
‑Pero vuestra escritura ¿será legible?
‑¡Adelante! ‑dijo Corneille mirando a
su hermano‑. Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta
voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad
tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.
Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y
escribió.
Entonces pudo verse aparecer bajo las
blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz
dejaba escapar de las carnes abiertas.
El sudor perlaba la frente del ex gran
pensionario.
Corneille escribió:
20 de agosto de 1672
Querido ahijado:
Quema el depósito que te he confiado,
quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti.
Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y
habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós, y quiéreme.
CORNEILLE DE WITT.
Jean, con lágrimas en los ojos,
enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó
a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el
sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.
‑Ahora ‑explicó‑, cuando ese valiente
Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de
los grupos del otro lado del vivero... Entonces, partiremos a nuestra vez.
No habían transcurrido cinco minutos,
cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de
follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.
Jean levantó los brazos al cielo para
dar las gracias.
‑Y ahora ‑dijo‑ partamos, Corneille.
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