Verduzco

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martes, 22 de julio de 2014

El Tulipán Negro 3

III
El Discípulo De Jean De Witt


Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apre­surar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de ca­ballería de De Tilly.
No estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoog­straet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien de­trás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.
Este extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enju­garse la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.
Con la mirada fija como un pájaro de presa, la na­riz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a Lavater, si Lavater hubiese vivi­do en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su favor.
Entre el rostro de un conquistador y el de un pira­ta, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.
La serenidad o la inquietud.
Así, aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buyten­hoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo au­llante, constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamen­te optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en ocultarse.
Por otra parte, vestía sencillamente y sin armas apa­rentes; su brazo delgado pero nervioso, su mano seca pero blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compa­ñero se puso en camino y lo arrastrara con él, contem­plado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de comprender.
Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.
A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.
‑¿Quién aparece en el balcón? ‑preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la ba­laustrada más bien que se inclinaba sobre ella.
‑Es el diputado Bowelt ‑explicó el oficial.
‑¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?
‑Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.
El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir:
‑Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personal­mente al señor de Bowelt.
‑Hombre valiente ‑repitió el que era llamado monseñor‑. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?
‑¡Ah!, Monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.
‑Al grano ‑murmuró el joven‑, esperemos, y vamos a ver.
El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.
‑Si ese Bowelt es un hombre valiente ‑continuo Su Alteza‑, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.
Y el movimiento nervioso de su mano, que se agi­taba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.
Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa in­terpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.
‑Señores ‑repitió por segunda vez De Bowelt‑, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decisión por mí mismo.
‑¡La orden! ¡La orden! ‑gritaron varios millares de gargantas.
El señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en ges­tos múltiples y desesperados.
Pero viendo que no podía hacerse entender, se vol­vió hacia la ventana abierta y llamó al señor D'Asperen.
D'Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.
Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resisten­cia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'As­peren.
‑Vamos ‑dijo fríamente el joven mientras el pue­blo se introducía por la puerta principal de la Hoog­straet‑ parece que la deliberación tendrá lugar en el in­terior, coronel. Vamos a oírla.
‑¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!
‑¿A qué?
‑Entre esos diputados, hay muchos que han teni­do relaciones con vos, y basta con que uno solo reco­nozca a Vuestra Alteza.
‑Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón ‑dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos‑. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.
‑Pero ‑observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor‑ Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los dipu­tados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?
‑¿Por qué? ‑preguntó fríamente el joven.
‑Porque si lo ordenaran, esto significaría simple­mente firmar la sentencia de muerte de los señores Cor­neille y Jean de Witt.
‑Ya veremos ‑respondió fríamente Su Alteza‑. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.
El oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció.
Este oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente hombre.
Desde el lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los pisoteos del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.
Luego se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowe1t y D'Asperen, los cuales habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada.
Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas.
La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.
De repente, cesó el ruido; luego más de repente to­davía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de ex­plosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.
Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.
En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.
Era el cirujano Tyckelaer.
‑¡La tenemos! ¡La tenemos! ‑gritó agitando un papel en el aire.
‑¡Tienen la orden! ‑murmuró el oficial estupe­facto.
‑¡Y bien! Ya me he fijado ‑dijo tranquilamente Su Alteza‑. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hom­bre. No es ni lo uno ni lo otro.
Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:
‑Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.
El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.
El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la mis­ma firmeza.
Pronto oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se precipita.
Al mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas res­plandecientes.
‑¡Eh! ‑exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada‑. Creo que los miserables han conseguido su orden.
‑¡Cobardes bribones! ‑gritó el teniente.
Era en efecto la orden, que la compañía de burgue­ses recibió con rugidos de alegría.
Enseguida se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los jinetes del conde De Tilly.
Pero el conde no era hombre que les dejara aproxi­marse más de lo conveniente.
‑¡Alto! ‑gritó‑. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.
‑¡Aquí está la orden! ‑respondieron cien voces insolentes.
La cogió con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta dijo:
‑Los que han firmado esta orden son los verdade­ros verdugos del señor Corneille de Witt. En cuanto a mí, no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden ‑y rechazando con el pomo de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió‑: Un momento. Un escrito como éste es de importancia, y se guarda.
Plegó el papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su casaca.
Luego, volviéndose hacia su tropa, gritó:
‑¡Jinetes de De Tilly, desfilad por la derecha!
Luego, a media voz, y no obstante, de forma que sus palabras no se perdieran para todo el mundo, dijo:
‑Y ahora, asesinos, realizad vuestro trabajo.
Un grito furioso compuesto de todos los odios se­dientos y de todas las alegrías feroces que reinaban en la Buytenhoff, acogió esta partida.
Los jinetes desfilaron lentamente.
El conde se quedó atrás, haciendo frente hasta el último momento al populacho enloquecido que ganaba terreno a medida que lo perdía el caballo del capitán.

Como se ve, Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a levantarse, le apre­miaba a salir.
Corneille descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que conducía al patio.
Al pie de la escalera halló a la bella Rosa toda tem­blorosa.
‑¡Oh, Mynheer Jean! ‑exclamó‑. ¡Qué des­gracia!
‑¿Qué ocurre, hija mía? ‑preguntó De Witt.
‑Dicen que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Jean‑. En efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para nosotros.
‑Si me atreviera a daros un consejo... ‑aventuró la joven temblando.
‑Dalo, hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?
‑¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.
‑¿Y por qué, ya que los jinetes de De Tilly perma­necen en su puesto?
‑Sí, pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.
‑Sin duda.
‑¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las afueras de la ciudad?
‑No.
‑¡Pues bien! Desde el momento en que hayáis so­brepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.
‑Pero ¿y la guardia burguesa?
‑¡Oh! La guardia burguesa es la más enfurecida.
‑¿Qué hacer, entonces?
‑En vuestro lugar, Mynheer Jean ‑continuó tími­damente la joven‑, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.
‑Pero mi hermano no podrá caminar ‑objetó Jean.
‑Lo intentaré ‑respondió Corneille con una ex­presión sublime de firmeza.
‑Pero ¿no tenéis vuestro coche? ‑preguntó la joven.
‑El coche está en el umbral de la gran puerta.
‑No ‑replicó la joven‑. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a espera­ros en la poterna.
Los dos hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión de su recono­cimiento, se concentró sobre la joven.
‑Ahora ‑dijo el ex gran pensionario‑ queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.
‑¡Oh, no! ‑exclamó Rosa‑. No querrá.
‑¡Y bien! ¿Entonces?
‑Entonces, yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cár­cel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.
‑¿Y la tienes?
‑Aquí está, Mynheer Jean.  ‑
‑Hija mía ‑dijo Corneille‑, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.
‑Gracias, Mynheer Corneille, no me abandonará jamás ‑respondió la joven.
Luego para sí misma y suspirando, añadió:
‑¡Qué desgracia que no sepa leer!
‑Los clamores se están redoblando, hija mía ‑lijo Jean‑. Creo que no hay un instante que perder.
‑Venid, pues ‑invitó la bella frisona, y por un pasillo interior condujo a los dos hermanos al lado opuesto de la prisión.
Siempre guiados por Rosa, descendieron una esca­lera de una docena de peldaños, atravesaron un peque­ño patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron al otro lado de la prisión en la calle desierta, frente al coche que les esperaba con el estribo bajado.
‑¡Eh! De prisa, de prisa, mis amos, ¿los oís? ‑gri­tó el cochero asustado.
Pero después de haber hecho subir a Corneille el primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.
‑Adiós, hija mía –dijo-. Todo lo que pudiéra­mos decirte expresaría sólo muy pobremente nuestro reconocimiento. Te recomendaremos a Dios, que recor­dará que acabas de salvar la vida de dos hombres, como espero.
Rosa cogió la mano que le tendía el ex gran pensio­nario y la besó respetuosamente.
‑Marchaos ‑apremió‑, marchaos; se diría que están hundiendo la puerta.
Jean de Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y cerró el capotillo, gri­tando:
‑¡A la Tol‑Hek!
La Tol‑Hek era la verja que cerraba la puerta que conducía al pequeño puerto de Schweningen, en el cual un pequeño buque esperaba a los dos hermanos.
El coche partió al galope de dos vigorosos caballos flamencos y se llevó a los fugitivos.
Rosa los siguió con la mirada hasta que hubieron doblado la esquina de la calle.
Después entró para cerrar la puerta a su espalda y echó la llave a un pozo.
Aquel ruido que había hecho presentir a Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía en efecto del pue­blo que, después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se lanzaba contra la entrada de la misma.
Por sólida que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se rehusaba obstinadamente a abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le tiraban suavemente del vestido.
Se volvió y vio a Rosa.
‑¿Oyes a esos furiosos? ‑dijo.
‑Les oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar. ..
‑Abrirías, ¿verdad?
‑No, les dejaría hundir la puerta.
‑Pero van a matarme.
‑Sí, si os ven.
‑¿Cómo quieres tú que no me vean?
‑Escondeos.
‑¿Dónde?
‑En el calabozo secreto.
‑Pero ¿y tú, hija mía?
‑Yo, padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.
‑Tienes razón, pardiez ‑exclamó Gryphus‑. Resulta asombroso ‑añadió‑ cuánto juicio hay en esta pequeña cabeza.
Pronto, la puerta se estremeció con gran alegría del populacho.
‑Venid, venid, padre mío ‑apremió Rosa abrien­do una pequeña trampilla.
‑Pero ¿y nuestros prisioneros? ‑preguntó Gry­phus. ,
‑Dios velará por ellos, padre mío ‑contestó la joven‑. Permitidme velar por vos.
Gryphus siguió a su hija, y la trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en que la puerta rota daba paso al populacho.
Por lo demás, este calabozo al que Rosa hacía des­cender a su padre y que llamaban el calabozo secreto, ofrecía a los dos personajes, a los que nos vemos forza­dos a abandonar por unos instantes, un refugio seguro, al no ser conocido más que por las autoridades, que a voces encerraban en él a algunos de aquellos reos de los cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.
El pueblo se precipitó en la prisión gritando:

‑¡Muerte a los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!

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