Verduzco

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martes, 22 de julio de 2014

El Tulipán Negro 3

III
El Discípulo De Jean De Witt


Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apre­surar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de ca­ballería de De Tilly.
No estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoog­straet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien de­trás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.
Este extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enju­garse la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.
Con la mirada fija como un pájaro de presa, la na­riz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a Lavater, si Lavater hubiese vivi­do en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su favor.
Entre el rostro de un conquistador y el de un pira­ta, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.
La serenidad o la inquietud.
Así, aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buyten­hoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo au­llante, constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamen­te optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en ocultarse.
Por otra parte, vestía sencillamente y sin armas apa­rentes; su brazo delgado pero nervioso, su mano seca pero blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compa­ñero se puso en camino y lo arrastrara con él, contem­plado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de comprender.
Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.
A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.
‑¿Quién aparece en el balcón? ‑preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la ba­laustrada más bien que se inclinaba sobre ella.
‑Es el diputado Bowelt ‑explicó el oficial.
‑¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?
‑Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.
El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir:
‑Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personal­mente al señor de Bowelt.
‑Hombre valiente ‑repitió el que era llamado monseñor‑. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?
‑¡Ah!, Monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.
‑Al grano ‑murmuró el joven‑, esperemos, y vamos a ver.
El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.
‑Si ese Bowelt es un hombre valiente ‑continuo Su Alteza‑, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.
Y el movimiento nervioso de su mano, que se agi­taba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.
Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa in­terpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.
‑Señores ‑repitió por segunda vez De Bowelt‑, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decisión por mí mismo.
‑¡La orden! ¡La orden! ‑gritaron varios millares de gargantas.
El señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en ges­tos múltiples y desesperados.
Pero viendo que no podía hacerse entender, se vol­vió hacia la ventana abierta y llamó al señor D'Asperen.
D'Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.
Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resisten­cia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'As­peren.
‑Vamos ‑dijo fríamente el joven mientras el pue­blo se introducía por la puerta principal de la Hoog­straet‑ parece que la deliberación tendrá lugar en el in­terior, coronel. Vamos a oírla.
‑¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!
‑¿A qué?
‑Entre esos diputados, hay muchos que han teni­do relaciones con vos, y basta con que uno solo reco­nozca a Vuestra Alteza.
‑Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón ‑dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos‑. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.
‑Pero ‑observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor‑ Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los dipu­tados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?
‑¿Por qué? ‑preguntó fríamente el joven.
‑Porque si lo ordenaran, esto significaría simple­mente firmar la sentencia de muerte de los señores Cor­neille y Jean de Witt.
‑Ya veremos ‑respondió fríamente Su Alteza‑. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.
El oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció.
Este oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente hombre.
Desde el lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los pisoteos del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.
Luego se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowe1t y D'Asperen, los cuales habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada.
Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas.
La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.
De repente, cesó el ruido; luego más de repente to­davía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de ex­plosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.
Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.
En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.
Era el cirujano Tyckelaer.
‑¡La tenemos! ¡La tenemos! ‑gritó agitando un papel en el aire.
‑¡Tienen la orden! ‑murmuró el oficial estupe­facto.
‑¡Y bien! Ya me he fijado ‑dijo tranquilamente Su Alteza‑. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hom­bre. No es ni lo uno ni lo otro.
Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:
‑Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.
El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.
El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la mis­ma firmeza.
Pronto oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se precipita.
Al mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas res­plandecientes.
‑¡Eh! ‑exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada‑. Creo que los miserables han conseguido su orden.
‑¡Cobardes bribones! ‑gritó el teniente.
Era en efecto la orden, que la compañía de burgue­ses recibió con rugidos de alegría.
Enseguida se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los jinetes del conde De Tilly.
Pero el conde no era hombre que les dejara aproxi­marse más de lo conveniente.
‑¡Alto! ‑gritó‑. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.
‑¡Aquí está la orden! ‑respondieron cien voces insolentes.
La cogió con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta dijo:
‑Los que han firmado esta orden son los verdade­ros verdugos del señor Corneille de Witt. En cuanto a mí, no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden ‑y rechazando con el pomo de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió‑: Un momento. Un escrito como éste es de importancia, y se guarda.
Plegó el papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su casaca.
Luego, volviéndose hacia su tropa, gritó:
‑¡Jinetes de De Tilly, desfilad por la derecha!
Luego, a media voz, y no obstante, de forma que sus palabras no se perdieran para todo el mundo, dijo:
‑Y ahora, asesinos, realizad vuestro trabajo.
Un grito furioso compuesto de todos los odios se­dientos y de todas las alegrías feroces que reinaban en la Buytenhoff, acogió esta partida.
Los jinetes desfilaron lentamente.
El conde se quedó atrás, haciendo frente hasta el último momento al populacho enloquecido que ganaba terreno a medida que lo perdía el caballo del capitán.

Como se ve, Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a levantarse, le apre­miaba a salir.
Corneille descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que conducía al patio.
Al pie de la escalera halló a la bella Rosa toda tem­blorosa.
‑¡Oh, Mynheer Jean! ‑exclamó‑. ¡Qué des­gracia!
‑¿Qué ocurre, hija mía? ‑preguntó De Witt.
‑Dicen que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Jean‑. En efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para nosotros.
‑Si me atreviera a daros un consejo... ‑aventuró la joven temblando.
‑Dalo, hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?
‑¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.
‑¿Y por qué, ya que los jinetes de De Tilly perma­necen en su puesto?
‑Sí, pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.
‑Sin duda.
‑¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las afueras de la ciudad?
‑No.
‑¡Pues bien! Desde el momento en que hayáis so­brepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.
‑Pero ¿y la guardia burguesa?
‑¡Oh! La guardia burguesa es la más enfurecida.
‑¿Qué hacer, entonces?
‑En vuestro lugar, Mynheer Jean ‑continuó tími­damente la joven‑, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.
‑Pero mi hermano no podrá caminar ‑objetó Jean.
‑Lo intentaré ‑respondió Corneille con una ex­presión sublime de firmeza.
‑Pero ¿no tenéis vuestro coche? ‑preguntó la joven.
‑El coche está en el umbral de la gran puerta.
‑No ‑replicó la joven‑. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a espera­ros en la poterna.
Los dos hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión de su recono­cimiento, se concentró sobre la joven.
‑Ahora ‑dijo el ex gran pensionario‑ queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.
‑¡Oh, no! ‑exclamó Rosa‑. No querrá.
‑¡Y bien! ¿Entonces?
‑Entonces, yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cár­cel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.
‑¿Y la tienes?
‑Aquí está, Mynheer Jean.  ‑
‑Hija mía ‑dijo Corneille‑, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.
‑Gracias, Mynheer Corneille, no me abandonará jamás ‑respondió la joven.
Luego para sí misma y suspirando, añadió:
‑¡Qué desgracia que no sepa leer!
‑Los clamores se están redoblando, hija mía ‑lijo Jean‑. Creo que no hay un instante que perder.
‑Venid, pues ‑invitó la bella frisona, y por un pasillo interior condujo a los dos hermanos al lado opuesto de la prisión.
Siempre guiados por Rosa, descendieron una esca­lera de una docena de peldaños, atravesaron un peque­ño patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron al otro lado de la prisión en la calle desierta, frente al coche que les esperaba con el estribo bajado.
‑¡Eh! De prisa, de prisa, mis amos, ¿los oís? ‑gri­tó el cochero asustado.
Pero después de haber hecho subir a Corneille el primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.
‑Adiós, hija mía –dijo-. Todo lo que pudiéra­mos decirte expresaría sólo muy pobremente nuestro reconocimiento. Te recomendaremos a Dios, que recor­dará que acabas de salvar la vida de dos hombres, como espero.
Rosa cogió la mano que le tendía el ex gran pensio­nario y la besó respetuosamente.
‑Marchaos ‑apremió‑, marchaos; se diría que están hundiendo la puerta.
Jean de Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y cerró el capotillo, gri­tando:
‑¡A la Tol‑Hek!
La Tol‑Hek era la verja que cerraba la puerta que conducía al pequeño puerto de Schweningen, en el cual un pequeño buque esperaba a los dos hermanos.
El coche partió al galope de dos vigorosos caballos flamencos y se llevó a los fugitivos.
Rosa los siguió con la mirada hasta que hubieron doblado la esquina de la calle.
Después entró para cerrar la puerta a su espalda y echó la llave a un pozo.
Aquel ruido que había hecho presentir a Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía en efecto del pue­blo que, después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se lanzaba contra la entrada de la misma.
Por sólida que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se rehusaba obstinadamente a abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le tiraban suavemente del vestido.
Se volvió y vio a Rosa.
‑¿Oyes a esos furiosos? ‑dijo.
‑Les oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar. ..
‑Abrirías, ¿verdad?
‑No, les dejaría hundir la puerta.
‑Pero van a matarme.
‑Sí, si os ven.
‑¿Cómo quieres tú que no me vean?
‑Escondeos.
‑¿Dónde?
‑En el calabozo secreto.
‑Pero ¿y tú, hija mía?
‑Yo, padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.
‑Tienes razón, pardiez ‑exclamó Gryphus‑. Resulta asombroso ‑añadió‑ cuánto juicio hay en esta pequeña cabeza.
Pronto, la puerta se estremeció con gran alegría del populacho.
‑Venid, venid, padre mío ‑apremió Rosa abrien­do una pequeña trampilla.
‑Pero ¿y nuestros prisioneros? ‑preguntó Gry­phus. ,
‑Dios velará por ellos, padre mío ‑contestó la joven‑. Permitidme velar por vos.
Gryphus siguió a su hija, y la trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en que la puerta rota daba paso al populacho.
Por lo demás, este calabozo al que Rosa hacía des­cender a su padre y que llamaban el calabozo secreto, ofrecía a los dos personajes, a los que nos vemos forza­dos a abandonar por unos instantes, un refugio seguro, al no ser conocido más que por las autoridades, que a voces encerraban en él a algunos de aquellos reos de los cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.
El pueblo se precipitó en la prisión gritando:

‑¡Muerte a los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!

jueves, 17 de julio de 2014

El Tulipán Negro (2)


Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la esca­lera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por ale­jar la tropa de De Tilly que les molestaba.
Lo cual, visto por el pueblo, que apreciaba las bue­nas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:
‑¡Vivan los burgueses!
En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como fir­me, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de sol­dados la plaza de la prisión y sus alrededores.
‑¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? ‑gritaban los orangistas.
‑¡Ah! ‑respondió el señor De Tilly‑. Me pre­guntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.
‑¡Pero os han dado esta orden para que los traido­res puedan salir de la ciudad!
‑Podría ser, ya que los traidores han sido conde­nados al destierro ‑respondió De Tilly.
‑Pero ¿quién ha dado esta orden?
‑¡Los Estados, pardiez!
‑Los Estados nos traicionan.
‑En cuanto a eso, yo no sé nada.
‑Y vos mismo nos traicionáis.
‑¿Yo?
‑Sí, vos.
‑¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicio­narlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.
Y en esto, como el conde tenía tanta razón que re­sultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación po­sible.
‑Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscien­tos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vues­tras intenciones ni en las mías.
‑Si tal hicierais ‑gritaron los burgueses‑, a nues­tra vez abriríamos fuego sobre vosotros.
‑Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.
‑Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.
‑En primer lugar, yo no soy un ciudadano ‑dijo De Tilly‑, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.
‑¡Sí, sí! ‑gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más‑. ¡Vamos al Ayun­tamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! Vamos, vamos!
‑Eso es ‑murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos‑. Id a buscar una cobardía al Ayuntamien­to y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.
El digno oficial contaba con el honor de los magis­trados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.
‑Estará bien, capitán ‑dijo al oído del conde su primer teniente‑, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.
Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversa­ción con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había lle­gado a la puerta de la celda donde yacía sobre un col­chón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.
La sentencia del destierro había hecho inútil la apli­cación de la tortura extraordinaria.
Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, ha­bían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.
Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decep­cionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entre­visto los maravillosos esplendores del Cielo.
El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en pri­sión las formalidades de la justicia.
Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.
Mas, por amenazante que fuera ese rumor, Cornei­lle despreció informarse ni se tomó el trabajo de levan­tarse para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los murmullos de fuera.
Estaba tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de los estorbos corpo­rales, que le parecía ya que esta alma y esta razón esca­padas a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.
Pensaba también en su hermano.
Probablemente, era que su proximidad, por los mis­terios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se hacía sentir también. En el mismo momen­to en que Jean se hallaba tan presente en el pensamien­to de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobre­pasar, no por los servicios prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.
Jean besó tiernamente a su hermano en la frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos en­fermas.
‑Corneille, mi pobre hermano ‑dijo‑, sufrís mucho, ¿verdad?
‑No sufro ya, hermano mío, porque os veo.
‑¡Oh, mi pobre, querido Corneille! Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo ase­guro.
‑Por eso he pensado más en vos que en mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a buscarme, ¿verdad?
‑Sí.
‑Estoy curado; ayudadme a levantar, hermano mío, y veréis cómo camino bien.
‑No tendréis que caminar mucho tiempo, herma­no mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De Tilly.
‑¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué están en el vivero?
‑¡Ah! Es que se supone ‑dijo el ex gran pensio­nario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era ha­bitual‑ que las gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.
‑¿Un tumulto? ‑repitió Corneille clavando su mirada en su turbado hermano‑. ¿Un tumulto?
‑Sí, Corneille.
‑Entonces, esto es lo que oía hace un momento ‑dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Lue­go, volviéndose hacia su hermano‑: Hay mucha gen­te en la Buytenhoff, ¿no es verdad? ‑pregunté.
‑Sí, hermano mío.
‑Pero entonces, para venir aquí...
‑¿Y bien?
‑¿Cómo os han dejado pasar?
‑Sabéis bien que no somos muy queridos, Cornei­lle ‑explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura‑. He venido por las calles apartadas.
‑¿Os habéis ocultado, Jean?
‑Tenía el deseo de llegar hasta vos sin pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se tiene el viento de cara: he bordeado.
En ese momento, el ruido ascendió más furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Corneille‑. Sois realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del Escalda.
‑Con la ayuda de Dios, Corneille, trataremos de hacerlo, por lo menos ‑respondió Jean‑. Mas, prime­ro, una palabra.
‑Decid.
Los clamores ascendieron de nuevo.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑continuó Corneille‑. ¡Qué encole­rizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?
‑Creo que es contra los dos, Corneille. Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangistas nos repro­chan en medio de sus burdas calumnias, es el haber ne­gociado con Francia.
‑Sí, nos lo reprochan.
‑¡Los necios!
‑Pero si esas negociaciones hubieran tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.
‑Todo eso es verdad, hermano mío, pero lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera, no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su for­tuna fuera de Holanda. Esta correspondencia, que pro­baría a esas honradas gentes cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su liber­tad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nues­tros vencedores. Así pues, querido Corneille, me gusta­ría saber que la habéis quemado antes de abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.
‑Hermano mío ‑respondió Corneille‑, vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de las siete Pro­vincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.
‑Entonces estamos perdidos para esta vida terrenal ‑comentó tranquilamente el ex gran pensionario acer­cándose a la ventana.
‑No, muy al contrario, Jean, y obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popu­laridad.
‑¿Qué habéis hecho, pues, con esas cartas?
‑Se las he confiado a Cornelius van Baerle, mi ahi­jado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.
‑¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido a inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le habéis encomenda­do ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cor­nelius, está perdido, hermano mío!
‑¿Perdido?
‑Sí, porque o será fuerte o será débil. Si es fuerte, porque por inaudito que sea lo que nos suceda; porque, aunque sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día a otro sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil, tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es débil, se lo dejará coger. En uno a otro caso, Corneille, está perdido y nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos de prisa, si todavía estamos a tiempo.
Corneille se incorporó de su lecho y, cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.
‑¿Acaso no conozco a mi ahijado? ‑dijo‑. ¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la ca­beza de Van Baerle, cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.
Jean se volvió sorprendido.
‑¡Oh! ‑continuó Corneille con su dulce sonrisa‑. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la natu­raleza y el valor del depósito que le he confiado.
‑¡De prisa, entonces! ‑exclamó Jean‑. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.
‑¿Con quién le damos esa orden?
‑Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.
‑Reflexionad antes de quemar esos títulos glorio­sos, Jean.
‑Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos de­fenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?
‑¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?
Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momen­to explosiones de clamores feroces.
‑Sí, sí ‑dijo Corneille‑, ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?
Jean abrió la ventana.
‑¡Muerte a los traidores! ‑aullaba el populacho.
‑¿Oís ahora, Corneille?
‑¡Y los traidores, somos nosotros! ‑exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.
‑Somos nosotros ‑repitió Jean de Witt.
‑¿Dónde está Craeke?
‑Al otro lado de esta puerta, imagino.
‑Hacedle entrar, entonces.
Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.
‑Venid, Craeke, y retened bien lo que mi herma­no va a deciros.
‑Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.
‑¿Y por qué?
‑Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.
‑Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? ‑preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres ma­nos quemadas y martirizadas.
‑¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!‑dijo Corneille.
‑Aquí hay un lápiz, por lo menos.
‑¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.
‑Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.
‑Bien.
‑Pero vuestra escritura ¿será legible?
‑¡Adelante! ‑dijo Corneille mirando a su hermano‑. Estos dedos que han resistido las mechas del ver­dugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, herma­no mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.
Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.
Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas ven­das unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas.
El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.
Corneille escribió:

20 de agosto de 1672
Querido ahijado:
Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene ma­tan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós, y quiéreme.
CORNEILLE DE WITT.

Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la en­tregó a Craeke con una última recomendación y se vol­vió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.
‑Ahora ‑explicó‑, cuando ese valiente Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero... Entonces, partiremos a nuestra vez.
No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.
Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

‑Y ahora ‑dijo‑ partamos, Corneille.

miércoles, 16 de julio de 2014

El Tulipán Negro

















El Tulipán Negro
Alejandro Dumas










 

 

 

 


I


El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpu­las casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadean­tes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, for­midable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de ase­sinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pen­sionario de Holanda.
Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estu­viera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguien­tes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimien­to político en la cual se enmarca.
Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Esta­dos de Holanda, tenía cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de Witt en las Pro­vincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.
Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licen­cia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente incli­nada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.
Los dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente ma­terial sobre Holanda por el éxito de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.
Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi siempre, en verdad, por boca de los france­ses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia seguida por un poder luchando con­tra el gusto de la nación, y de la fatiga natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y de la vergüenza.
Ese otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a me­dirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño tacitur­no, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su som­bra detrás del estatuderato.
Ese joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto per­petuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas profundidades del porvenir.
El gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más re­calcitrante, y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.
Bajo las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi coactus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»
Por un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus enemigos.
En cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más provechosa. Pocos días después resultó víc­tima de una tentativa de asesinato. Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.
No era aquello lo que necesitaban los orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momento dado, para coronar la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.
Resulta bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación providencial, la Histo­ria registra en el mismo instante el nombre de ese hom­bre elegido, y lo recomienda a la posteridad.
Pero cuando el diablo se mezcla en los asuntos hu­manos para arruinar una existencia o trastornar un Im­perio, es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no hay más que so­plarle una palabra al oído para que se ponga seguida­mente a la tarea.
Ese miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se lla­maba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.
Declaró que Corneille de Witt, desesperado, como había demostrado, además, por su apostilla, de la dero­gación del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que ese ase­sino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los re­mordimientos ante la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen que cometerlo.
Pueden imaginarse la explosión que se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procu­rador fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart de Pulten, el noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de la Buytenhoff la tor­tura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.
Pero Corneille tenía no solamente un gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran fa­milia de mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe religiosa, sonríen en los tormen­tos, y, durante la tortura, recitó con voz firme y espa­ciando los versos según su metro, la primera estrofa de Justum et tenacem de Horacio, no confesó nada, y ago­tó no solamente la fuerza sino también el fanatismo de sus verdugos.
No por ello los jueces exoneraron menos a Tycke­laer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las costas del jui­cio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la república.
Ya era algo para la satisfacción del pueblo, a los in­tereses del cual se había dedicado constantemente Cor­neille de Witt, ese arresto realizado no solamente con­tra un inocente, sino también contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.
Los atenienses, que han dejado una hermosa reputa­ción de ingratitud, cedían en este punto ante los holan­deses. Aquellos se contentaron con desterrar a Arístides.
Jean de Witt, a los primeros rumores‑de la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su car­go de gran pensionario. Así era dignamente recompen­sado por su devoción al país. Se llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que con­siguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria olvidándose de ellas mismas.
Durante este tiempo, Guillermo de Orange espera­ba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla del estatuderato.
Ahora bien, el 29 de agosto de 1672, como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de ese hombre que conocía tan bien a Horacio.
Apresurémonos a añadir que toda aquella multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus filas, tenían que representar un papel, o más bien completar un trabajo que creían ha­bía sido mal realizado.
Nos referimos al trabajo del verdugo.
Había otros, en verdad, que acudían con intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo, siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.
Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo, se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo, pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía, más envi­diosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciuda­dano de La Haya debía tomar parte?
Y, además, se decían los agitadores orangistas hábil­mente mezclados en aquel gentío al que esperaban ma­nejar como un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro, incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía ha queri­do hacerlo asesinar?
Sin contar, añadían los feroces enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt, quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.
En semejantes disposiciones, como es de prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los ha­bitantes de La Haya corrían tan de prisa hacia la Buyten­hoff.
En medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor nacional y de caridad cris­tiana.
Este valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de an­temano para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificul­tades del asesinato.
Y cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt.
El populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.
Y algunos instigadores repetían en voz baja:
‑¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!
A lo que otros respondían:
‑Un barco le espera en Schweningen, un barco francés. Tyckelaer lo ha visto.
‑¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado Tyckelaer! ‑gri­taba la muchedumbre a coro.
‑Sin contar ‑decía una voz‑ conque durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano, se salvará también.
‑Y los dos bribones se comerán en Francia nues­tro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales, de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.
‑¡Impidámosles partir! ‑gritaba la voz de un pa­triota más avanzado que los otros.
‑¡A la prisión! ¡A la prisión! ‑repetía el coro.
Y con estos gritos, los ciudadanos corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos brillaban.
Sin embargo, no se había cometido todavía ningu­na violencia, y la línea de jinetes que guardaba los acce­sos a la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silencio­sa, más amenazadora por su flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya, el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el ángulo de su estribo.
Esta tropa, único escudo que defendía la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas po­pulares desordenadas y ardientes, sino también al des­tacamento de la guardia burguesa que, colocada enfrente a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:
‑¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!
La presencia de Tilly y de sus jinetes era, ciertamen­te, un freno saludable para todos aquellos soldados bur­gueses; mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían que se puede tener va­lor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la turba popular.
Pero entonces, el conde De Tilly avanzó solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las cejas.
‑¡Eh, señores de la guardia burguesa! ‑les incre­pó‑. ¿Por qué camináis, y qué deseáis?
Los burgueses agitaron sus mosquetes repitiendo:
‑¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!
‑¡Viva Orange, sea! ‑dijo el señor De Tilly‑. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagrada­bles. ¡Muerte a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matar­los efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impe­diré ‑y volviéndose hacia sus soldados, gritó‑: ¡Arri­ba las armas, soldados!
Los soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder in­mediatamente a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al oficial de ca­ballería.
‑¡Vaya, vaya!‑exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas‑. Tranquili­zaos, burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso hacia la prisión.
‑¿Sabéis, señor oficial, que nosotros tenemos mos­quetes? ‑replicó furioso el comandante de los burgueses.
‑Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes ‑dijo De Tilly‑. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad también por vuestra parte que no­sotros tenemos pistolas, que la pistola alcanza admira­blemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a veinticinco.
‑¡Muerte a los traidores! ‑gritó la compañía de los burgueses exasperada.
‑¡Bah! Siempre decís lo mismo ‑gruñó el ofi­cial‑. ¡Resulta fatigante!
Y recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mien­tras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buyten­hoff.
Y, sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por ade­lantarse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la Buytenhoff.
En efecto, Jean de Witt acababa de descender de la carroza con un criado y atravesaba tranquilamente a pie el patio principal que precede a la prisión.
Llamó al portero, al que, además, conocía, diciendo:
‑Buenos días, Gryphus, vengo a buscar a mi her­mano Corneille de Witt para llevármelo fuera de la ciu­dad, condenado, como tú sabes, al destierro.
Y el portero, especie de oso dedicado a abrir y ce­rrar la puerta de la prisión, lo había saludado y deja­do entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.
A diez pasos de allí, se había encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho pasándole la mano por la barbilla:
‑Buenos días, buena y hermosa Rosa, ¿cómo está mi hermano?
‑¡Oh, Mynheer Jean! ‑había respondido la jo­ven‑. No es por el daño que le han causado por lo que temo por él: el mal que le han hecho ya ha pasado.
‑¿Qué temes entonces, bella niña?
‑Temo el daño que le quieren causar Mynheer Jean.
‑¡Ah, sí! ‑dijo De Witt‑. El pueblo, ¿verdad?
‑¿Lo oís?
‑Está, en efecto, muy alborotado; pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más que bien, tal vez se calme.
‑Ésta no es, desgraciadamente, una razón ‑mur­muró la joven alejándose para obedecer una señal impe­rativa que le había hecho su padre.
‑No, hija mía, no; lo que dices es verdad ‑luego, continuando su camino, murmuró‑: He aquí una chi­quilla que probablemente no sabe leer y que por consi­guiente no ha leído nada, y que acaba de resumir la his­toria del mundo en una sola palabra.
Y, siempre tan tranquilo, pero más melancólico que al entrar, el ex gran pensionario siguió caminando hacia la celda de su hermano.