III
El Discípulo De Jean De Witt
Mientras
los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más
espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la
salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido,
como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de caballería
de De Tilly.
No estaba
muy lejos la Buytenhoff de la Hoogstraet; así vemos a un extraño que, desde el
momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con
curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien detrás de los otros, hacia el
Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.
Este
extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas,
sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser
reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia,
con el cual no cesaba de enjugarse la frente húmeda de sudor o sus labios
ardientes.
Con la
mirada fija como un pájaro de presa, la nariz aquilina y larga, la boca fina y
recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre
hubiera ofrecido a Lavater, si Lavater hubiese vivido en aquella época, un
sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su
favor.
Entre el
rostro de un conquistador y el de un pirata, decían los antiguos, ¿qué
diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.
La
serenidad o la inquietud.
Así,
aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con
el que iba de la Buytenhoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo aullante,
constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un
policía habría ciertamente optado por esta última creencia, a causa del
cuidado que ponía en ocultarse.
Por otra
parte, vestía sencillamente y sin armas aparentes; su brazo delgado pero
nervioso, su mano seca pero blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un
brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había,
hasta el momento en que su compañero se puso en camino y lo arrastrara con él,
contemplado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de
comprender.
Llegado a
la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el
resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del
Ayuntamiento.
A los
frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre
avanzó para dialogar con el gentío.
‑¿Quién
aparece en el balcón? ‑preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con
el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada
más bien que se inclinaba sobre ella.
‑Es el
diputado Bowelt ‑explicó el oficial.
‑¿Qué tal
hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?
‑Es un
hombre valiente, según creo al menos, monseñor.
El joven,
al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó
escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que
el oficial lo notó y se apresuró a añadir:
‑Por lo
menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no
conociendo personalmente al señor de Bowelt.
‑Hombre
valiente ‑repitió el que era llamado monseñor‑. ¿Es un hombre valiente, queréis
decir, o un valiente hombre?
‑¡Ah!,
Monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un
hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.
‑Al grano ‑murmuró
el joven‑, esperemos, y vamos a ver.
El oficial
inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.
‑Si ese
Bowelt es un hombre valiente ‑continuo Su Alteza‑, recibirá de mal grado la
petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.
Y el
movimiento nervioso de su mano, que se agitaba a su pesar sobre el hombro de
su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las
teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en
ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y
sombrío del rostro.
Se oyó
entonces al jefe de la comisión burguesa interpelar al diputado para hacerle
decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.
‑Señores ‑repitió
por segunda vez De Bowelt‑, os digo que en este momento estoy solo con el señor
D'Asperen, y no puedo tomar una decisión por mí mismo.
‑¡La orden!
¡La orden! ‑gritaron varios millares de gargantas.
El señor De
Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus
brazos en gestos múltiples y desesperados.
Pero viendo
que no podía hacerse entender, se volvió hacia la ventana abierta y llamó al
señor D'Asperen.
D'Asperen
apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos
todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.
Emprendió
también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar
la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resistencia al
pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'Asperen.
‑Vamos ‑dijo
fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de
la Hoogstraet‑ parece que la deliberación tendrá lugar en el interior,
coronel. Vamos a oírla.
‑¡Ah,
monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!
‑¿A qué?
‑Entre esos
diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que uno
solo reconozca a Vuestra Alteza.
‑Sí, para
que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón ‑dijo el joven,
cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta
precipitación en sus deseos‑. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les
veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt
es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.
‑Pero ‑observó
el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor‑ Vuestra
Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen
alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?
‑¿Por qué? ‑preguntó
fríamente el joven.
‑Porque si
lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de
los señores Corneille y Jean de Witt.
‑Ya veremos
‑respondió fríamente Su Alteza‑. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el
corazón de los hombres.
El oficial
miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció.
Este
oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente hombre.
Desde el
lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los
pisoteos del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.
Luego se
oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de
aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowe1t y D'Asperen, los cuales
habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el
pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada.
Después se
vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas
ventanas.
La sala de
las deliberaciones se llenaba de revoltosos.
De repente,
cesó el ruido; luego más de repente todavía, redobló en intensidad y alcanzó
tal grado de explosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.
Después,
finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta
la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.
En cabeza
del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado
por la alegría.
Era el
cirujano Tyckelaer.
‑¡La
tenemos! ¡La tenemos! ‑gritó agitando un papel en el aire.
‑¡Tienen la
orden! ‑murmuró el oficial estupefacto.
‑¡Y bien!
Ya me he fijado ‑dijo tranquilamente Su Alteza‑. No sabíais, mi querido
coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hombre. No
es ni lo uno ni lo otro.
Luego,
mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que
corría delante de él, ordenó:
‑Ahora
venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.
El oficial
se inclinó y siguió a su amo sin responder.
El gentío
era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De
Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la misma
firmeza.
Pronto oyó
el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se
aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la
rapidez de una catarata que se precipita.
Al mismo
tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas
y de las armas resplandecientes.
‑¡Eh! ‑exclamó
levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la
espada‑. Creo que los miserables han conseguido su orden.
‑¡Cobardes
bribones! ‑gritó el teniente.
Era en
efecto la orden, que la compañía de burgueses recibió con rugidos de alegría.
Enseguida
se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al
encuentro de los jinetes del conde De Tilly.
Pero el
conde no era hombre que les dejara aproximarse más de lo conveniente.
‑¡Alto! ‑gritó‑.
¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.
‑¡Aquí está
la orden! ‑respondieron cien voces insolentes.
La cogió
con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta dijo:
‑Los que
han firmado esta orden son los verdaderos verdugos del señor Corneille de
Witt. En cuanto a mí, no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola
letra de esta infame orden ‑y rechazando con el pomo de su espada al hombre que
quería cogérsela, añadió‑: Un momento. Un escrito como éste es de importancia,
y se guarda.
Plegó el
papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su casaca.
Luego,
volviéndose hacia su tropa, gritó:
‑¡Jinetes
de De Tilly, desfilad por la derecha!
Luego, a
media voz, y no obstante, de forma que sus palabras no se perdieran para todo
el mundo, dijo:
‑Y ahora,
asesinos, realizad vuestro trabajo.
Un grito
furioso compuesto de todos los odios sedientos y de todas las alegrías feroces
que reinaban en la Buytenhoff, acogió esta partida.
Los jinetes
desfilaron lentamente.
El conde se quedó atrás, haciendo frente hasta el
último momento al populacho enloquecido que ganaba terreno a medida que lo
perdía el caballo del capitán.
Como se ve,
Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a
levantarse, le apremiaba a salir.
Corneille
descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que
conducía al patio.
Al pie de
la escalera halló a la bella Rosa toda temblorosa.
‑¡Oh, Mynheer Jean! ‑exclamó‑. ¡Qué desgracia!
‑¿Qué
ocurre, hija mía? ‑preguntó De Witt.
‑Dicen que
han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del
conde De Tilly.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Jean‑. En efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para
nosotros.
‑Si me
atreviera a daros un consejo... ‑aventuró la joven temblando.
‑Dalo, hija
mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?
‑¡Pues
bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.
‑¿Y por
qué, ya que los jinetes de De Tilly permanecen en su puesto?
‑Sí, pero
mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.
‑Sin duda.
‑¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las
afueras de la ciudad?
‑No.
‑¡Pues
bien! Desde el momento en que hayáis sobrepasado a los primeros jinetes
caeréis en manos del pueblo.
‑Pero ¿y la
guardia burguesa?
‑¡Oh! La
guardia burguesa es la más enfurecida.
‑¿Qué hacer, entonces?
‑En vuestro
lugar, Mynheer Jean ‑continuó tímidamente la joven‑, saldría por la
poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor,
esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la
ciudad por la que queráis salir.
‑Pero mi
hermano no podrá caminar ‑objetó Jean.
‑Lo
intentaré ‑respondió Corneille con una expresión sublime de firmeza.
‑Pero ¿no
tenéis vuestro coche? ‑preguntó la joven.
‑El coche
está en el umbral de la gran puerta.
‑No ‑replicó
la joven‑. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a
esperaros en la poterna.
Los dos
hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión
de su reconocimiento, se concentró sobre la joven.
‑Ahora ‑dijo
el ex gran pensionario‑ queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.
‑¡Oh, no! ‑exclamó Rosa‑. No querrá.
‑¡Y bien!
¿Entonces?
‑Entonces,
yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la
ventana de la cárcel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.
‑¿Y la
tienes?
‑Aquí está,
Mynheer Jean. ‑
‑Hija mía ‑dijo
Corneille‑, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes,
excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un
hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.
‑Gracias, Mynheer
Corneille, no me abandonará jamás ‑respondió la joven.
Luego para
sí misma y suspirando, añadió:
‑¡Qué
desgracia que no sepa leer!
‑Los
clamores se están redoblando, hija mía ‑lijo Jean‑. Creo que no hay un instante
que perder.
‑Venid,
pues ‑invitó la bella frisona, y por un pasillo interior condujo a los dos
hermanos al lado opuesto de la prisión.
Siempre
guiados por Rosa, descendieron una escalera de una docena de peldaños,
atravesaron un pequeño patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la
puerta cimbrada, se hallaron al otro lado de la prisión en la calle desierta,
frente al coche que les esperaba con el estribo bajado.
‑¡Eh! De
prisa, de prisa, mis amos, ¿los oís? ‑gritó el cochero asustado.
Pero después de haber hecho subir a Corneille el
primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.
‑Adiós,
hija mía –dijo-. Todo lo que pudiéramos decirte expresaría sólo muy pobremente
nuestro reconocimiento. Te recomendaremos a Dios, que recordará que acabas de
salvar la vida de dos hombres, como espero.
Rosa cogió
la mano que le tendía el ex gran pensionario y la besó respetuosamente.
‑Marchaos ‑apremió‑,
marchaos; se diría que están hundiendo la puerta.
Jean de
Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y
cerró el capotillo, gritando:
‑¡A la Tol‑Hek!
La Tol‑Hek
era la verja que cerraba la puerta que conducía al pequeño puerto de
Schweningen, en el cual un pequeño buque esperaba a los dos hermanos.
El coche
partió al galope de dos vigorosos caballos flamencos y se llevó a los
fugitivos.
Rosa los
siguió con la mirada hasta que hubieron doblado la esquina de la calle.
Después
entró para cerrar la puerta a su espalda y echó la llave a un pozo.
Aquel ruido
que había hecho presentir a Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía en
efecto del pueblo que, después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se
lanzaba contra la entrada de la misma.
Por sólida
que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se
rehusaba obstinadamente a abrirla, veíase a las claras que la puerta no
resistiría mucho tiempo y Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor
abrir cuando sintió que le tiraban suavemente del vestido.
Se volvió y
vio a Rosa.
‑¿Oyes a
esos furiosos? ‑dijo.
‑Les oigo
tan bien, padre mío, que en vuestro lugar. ..
‑Abrirías,
¿verdad?
‑No, les
dejaría hundir la puerta.
‑Pero van a
matarme.
‑Sí, si os
ven.
‑¿Cómo
quieres tú que no me vean?
‑Escondeos.
‑¿Dónde?
‑En el
calabozo secreto.
‑Pero ¿y
tú, hija mía?
‑Yo, padre
mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen
la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.
‑Tienes
razón, pardiez ‑exclamó Gryphus‑. Resulta asombroso ‑añadió‑ cuánto juicio hay
en esta pequeña cabeza.
Pronto, la
puerta se estremeció con gran alegría del populacho.
‑Venid,
venid, padre mío ‑apremió Rosa abriendo una pequeña trampilla.
‑Pero ¿y
nuestros prisioneros? ‑preguntó Gryphus. ,
‑Dios velará
por ellos, padre mío ‑contestó la joven‑. Permitidme velar por vos.
Gryphus
siguió a su hija, y la trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en
que la puerta rota daba paso al populacho.
Por lo
demás, este calabozo al que Rosa hacía descender a su padre y que llamaban el
calabozo secreto, ofrecía a los dos personajes, a los que nos vemos forzados a
abandonar por unos instantes, un refugio seguro, al no ser conocido más que por
las autoridades, que a voces encerraban en él a algunos de aquellos reos de los
cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.
El pueblo
se precipitó en la prisión gritando:
‑¡Muerte a
los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!